Supongamos —amigo lector, amiga lectora— que con cierta regularidad vamos al mercado a "hacer la plaza", esto es, a comprar provisiones para el bitute familiar. Supongamos que tenemos en el mercado una casera, es decir, una señora que tiene un puesto y a la que le compramos semanalmente con una fidelidad casi religiosa. Nuestra casera nos engríe y nos vende el kilo de papas más barato que la casera del puesto de al lado (aunque tal vez nos cobre el doble por el kilo de arvejas, pero quién sabe). Nuestra casera, pues, ha ido metiendo las verduras, las menestras y la fruta en la bolsa de yute con asa, al tiempo que llevaba en un papelito la cuenta. Supongamos que al final de la compra nosotros chequeamos con la señora la operación, a ver si coincide la cifra de su papelito con la del nuestro. Que la suma; que la resta ("un descuentito, pé, tía, ¿o ya se olvidó que soy su casero preferido?"); que los quebrados (ese cuarto de kilo de albahaca y los dos tercios de nísperos, maduritos). En fin, supongamos que durante un año guardamos en un cajón del escritorio esos papelitos. Ahora bien, supongamos que además se nos ocurriera publicar esos papelitos —monumentos todos al tempus fugit del saber humano— en un libro, a papelito por página. Pregunta que cae como la pera madura de la canción aquella de nuestra juventud florida: ¿publicar esa colección nos convertiría en matemáticos?
Que'sque de músico, "poeta" y loco...
Hace más de 20 años, Edgar O'Hara publicó "Los límites de la imaginación", en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República Colombiana. Aquí el enlace para leer el texto completo. A continuación, un fragmento especial:
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